Hombrecitos

Hombrecitos

—Caballero, ¿quiere hacer el favor de decirme si estoy en Plumfield?... — preguntó un muchacho andrajoso, dirigiéndose al señor que había abierto la gran puerta de la casa ante la cual se detuvo el ómnibus que condujo al niño. —Sí, amiguito; ¿de parte de quién vienes? —De parte de Laurence. Traigo una carta para la señora. El caballero hablaba afectuosa y alegremente; el muchacho, más animado, se dispuso a entrar. A través de la finísima lluvia primaveral que caía sobre el césped y sobre los árboles cuajados de retoños, Nathaniel contempló un edificio amplio y cuadrado, de aspecto hospitalario, con vetusto pórtico, anchurosa escalera y grandes ventanas iluminadas. Ni persianas ni cortinas velaban las luces; antes de penetrar en el interior, Nathaniel vio muchas minúsculas sombras danzando sobre los muros, oyó un zumbido de voces juveniles y pensó, tristemente, en que sería difícil que quisieran aceptar, en aquella magnífica casa, a un huésped pobre, harapiento y sin hogar como él. —Por lo menos, veré a la señora — se dijo, haciendo sonar tímidamente la gran cabeza de grifo que servía de llamador. Una sirvienta carirredonda y coloradota abrió sonriendo y tomó la carta que el pequeñuelo silenciosamente le ofreció. Parecía acostumbrada a recibir niños extraños: hizo que tomase asiento en el vestíbulo y se alejó, diciendo: —Espera un poco, y sacúdete el agua que traes encima.
Sign up to use