Cardenio entre Cervantes y Shakespeare
¿Cómo leer un texto que no existe, representar una obra cuyo manuscrito se perdió y de la que no se sabe con certeza quién fue su autor? Éste es el enigma que plantea Cardenio –una obra representada en Inglaterra por primera vez en 1612 o 1613 y atribuida, cuarenta años más tarde, a Shakespeare (y Fletcher)-. Tiene como trama una “novela” inserta en Don Quijote, obra que circuló en los grandes países europeos, donde fue traducida y adaptada para el teatro; en Inglaterra, la novela de Cervantes era conocida y citada aun antes de ser traducida en 1612 y de inspirar Cardenio. Pero este enigma tiene otros desafíos. Era un tiempo en el que, principalmente gra-cias a la invención de la imprenta, los discursos proliferaban; el temor de su exceso a menudo conducía a enrarecerlos. No todos los escritos tenían la vocación de subsistir y, en particular, las obras de teatro que, muy a menudo, no eran impresas (el género, situado en lo más bajo de la jerarquía literaria, se adaptaba muy bien a la existencia efímera de las obras). Sin embargo, cuando un autor se había vuelto famoso, la búsqueda del archivo inspiraba la invención de reliquias textuales, la restauración de restos estropeados por el tiempo, la corrección, además, de faltas y, a veces, la fabricación de falsificaciones. Fue lo que sucedió con Cardenio en el siglo XVIII. Volver a delinear la historia de esta obra conduce, entonces, a interrogarse sobre lo que fue, en el pasado, el estatuto de las obras hoy juzgadas canónicas. El lector redescubrirá aquí la maleabilidad de los textos, transformados por su traducciones y sus adaptaciones; sus migraciones de un género al otro; las significaciones sucesivas que construyeron sus diferentes públicos. Para muchos de sus lectores, Don Quijote fue, durante mucho tiempo, un repertorio de “novelas”, buenas para publicar por separado o para llevar a la escena, a costa de la coherencia de las aventuras del héroe epónimo, y Shakespeare, un dramaturgo que, de acuerdo con el modelo de muchos de sus colegas, escribía en colaboración, reciclaba historias de otros escritores, algunas de cuyas obras no encontraron editor. Así, gracias a Roger Chartier, se explica el misterio de una obra sin texto pero no sin autor.